24/06/2025
Así lo establece el decreto 396, recientemente publicado en el Boletín Oficial; estos organismos técnicos especializados funcionaban como apoyo fundamental para la gestión.
La política de recorte presupuestario aplicada por el Gobierno nacional ha comenzado a mostrar sus consecuencias más sensibles en sectores estratégicos de baja visibilidad pública, pero de altísimo impacto estructural. En particular, las áreas dedicadas a la investigación y gestión de riesgos hídricos y sísmicos se encuentran en estado crítico por la falta de recursos, desarticulación institucional y virtual parálisis de programas que resultan esenciales para prevenir catástrofes.
Durante años, instituciones técnicas como el
Instituto Nacional del Agua (INA), el Servicio Geológico Minero Argentino
(SEGEMAR) o el Instituto Nacional de Prevención Sísmica (INPRES) desarrollaron
tareas científicas aplicadas en todo el país: estudios sobre vulnerabilidad
hídrica, monitoreo de napas, proyecciones de crecidas, análisis de riesgo
sísmico y mapas de peligrosidad. Estas funciones no solo apuntaban a prever
eventos extremos cada vez más frecuentes e intensos por el cambio climático,
sino que servían como insumo para obras públicas, planificación urbana y
protocolos de evacuación.
Hoy, muchas de esas tareas están paralizadas o a
punto de cancelarse por falta de presupuesto, contratos no renovados, retiros
voluntarios forzados o directamente por la decisión política de vaciar estas
dependencias. Se trata de una erosión silenciosa, poco visible en el debate
público, pero profundamente peligrosa para un país con regiones altamente
vulnerables a inundaciones, sequías y terremotos.
La paradoja es que estas áreas no demandan grandes
montos en comparación con otras partidas del Estado. Sus presupuestos son
mínimos frente al costo potencial de una catástrofe natural sin previsión. El
recorte se justifica con una retórica de "ajuste eficiente" o
"racionalización del gasto", pero en la práctica significa abandonar
políticas de Estado fundamentales que no pueden improvisarse ni reemplazarse de
un día para otro.
La situación se agrava por la falta de coordinación con las provincias, muchas de las cuales dependen de los informes técnicos nacionales para definir acciones locales. En varias regiones, los equipos de medición de caudales están sin mantenimiento, los sensores sísmicos no se están renovando y los modelos de simulación de desastres no se actualizan desde hace meses. Esas omisiones tienen consecuencias reales: sin datos ni proyecciones, se vuelve imposible diseñar obras de mitigación, alertas tempranas o planes de contingencia.
Más allá de lo técnico, lo que está en juego es una
concepción del Estado: la idea de que su función no se limita a reaccionar ante
las crisis, sino a anticiparse a ellas. Cuando se recorta a ciegas sin entender
qué funciones se están desactivando, el resultado no es ahorro, sino
exposición. Exposición a que el próximo alud, sismo o crecida de un río golpee
con mayor fuerza sobre comunidades desprotegidas.
En definitiva, desfinanciar la prevención es una
forma de hipotecar el futuro. No es solo una mala decisión administrativa: es
una renuncia al cuidado estratégico del territorio y de sus habitantes. El
impacto del ajuste sobre estas áreas será, como suele ocurrir en estos casos,
invisible hasta que sea demasiado tarde. Y cuando lo sea, los responsables
alegarán sorpresa. Pero hoy, mientras el conocimiento científico se desprecia y
los equipos técnicos se desmantelan, la advertencia ya está escrita. Ignorarla
no es ahorro: es negligencia.
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