03/07/2025
Vivimos en una era de conexiones ilimitadas, pero paradójicamente, cada vez más personas se sienten solas y aisladas", advierte el director general de la Organización Mundial de la Salud. Aunque la soledad puede afectar a personas de todas las edades, los jóvenes y quienes viven en países de ingresos bajos y medios son particularmente vulnerables.
Una taza de té humeante en una mesa vacía. Una silla que no se corre. Un celular que no suena. En ciudades donde el ruido parece no apagarse nunca, miles de personas habitan un silencio persistente. La soledad, muchas veces invisible, se ha convertido en uno de los grandes desafíos sociales de este tiempo. No discrimina por edad, pero golpea especialmente a los mayores, a quienes han perdido vínculos significativos o a quienes nunca los tuvieron del modo en que lo dicta la norma. ¿Quién cuida a quien está solo?
En la Argentina, según datos del INDEC, más del 18%
de los hogares están conformados por una sola persona. Esta cifra, que crece
año tras año, refleja un fenómeno estructural: el aumento de la población que
vive sola, muchas veces sin una red de contención suficiente. Aunque vivir solo
no equivale necesariamente a sentirse solo, los estudios coinciden en que
existe una relación entre aislamiento prolongado, sufrimiento psíquico y
deterioro de la salud física.
La soledad puede no ser elegida. Puede instalarse
tras una pérdida, una separación, una migración, una jubilación no deseada o
una enfermedad que aísla. También puede emerger en etapas de transición, cuando
los vínculos afectivos ya no se sostienen, o cuando los sistemas de pertenencia
el trabajo, la familia, la comunidad se debilitan o desaparecen.
Marta tiene 76 años y vive en un departamento de dos
ambientes en Caballito. Desde que murió su esposo, su rutina cambió
drásticamente. "Tengo hijos, pero cada uno con su vida. A veces pasan semanas
sin que me visiten. No quiero molestar, pero tampoco quiero sentir que no
existo", dice. Lo cuenta sin dramatismo, pero también sin consuelo. Sus días
transcurren entre pasatiempos, televisión y algunos grupos de WhatsApp que
alivian el silencio, pero no lo rompen del todo.
El fenómeno no es exclusivo de los adultos mayores.
Jóvenes que se mudan solos a otra ciudad, personas que no formaron pareja o
cuya vida gira en torno al trabajo, también pueden experimentar una desconexión
profunda, incluso en entornos poblados. En tiempos de hiperconectividad, la
paradoja es contundente: nunca fue tan fácil hablar, pero nunca fue tan difícil
sentirse escuchado.
Las consecuencias no son menores. La soledad crónica
está asociada al aumento de cuadros de ansiedad, depresión, insomnio y
enfermedades cardiovasculares. Diversos estudios internacionales la comparan,
en términos de impacto en la salud, con el tabaquismo o la obesidad. En Reino
Unido, por ejemplo, el gobierno creó un Ministerio de la Soledad en 2018,
reconociendo que el problema no es sólo individual, sino estructural.
En Argentina, si bien existen programas de atención
a adultos mayores y servicios comunitarios, la soledad como categoría de
atención aún no forma parte central de la agenda pública. "No hay políticas
sistemáticas. Hay esfuerzos aislados, muchas veces sostenidos por el
voluntariado o por organizaciones sociales", advierte Mariana Reale, trabajadora
social y especialista en cuidado comunitario. "El problema es que no alcanza
con un llamado o una visita esporádica. Lo que se necesita es red, continuidad
y vínculo".
En algunos barrios, sin embargo, la respuesta surge desde abajo. Centros de jubilados, clubes, bibliotecas populares o parroquias intentan contener a quienes no tienen con quién compartir el almuerzo o la espera. También las redes vecinales, los grupos de acompañamiento telefónico y algunas ONGs cumplen un rol clave. "Una persona puede tener a alguien que la acompañe al médico, pero eso no reemplaza una charla cotidiana, alguien que sepa si comiste o cómo dormiste. El cuidado es vínculo, no trámite", explica Reale.
La soledad también interroga la noción de comunidad.
En sociedades marcadas por el individualismo y la velocidad, el tiempo para el
otro escasea. En los edificios, las puertas se cierran con doble llave; en los
transportes públicos, los ojos se clavan en una pantalla. Sin embargo, hay
quienes, desde lo cotidiano, intentan correrse de esa lógica. Quien lleva un
plato de comida a su vecina mayor. Quien se detiene a conversar con alguien en
la plaza. Quien pregunta "¿cómo estás?" y se queda a escuchar.
La pregunta "¿quién cuida al que está solo?" también
interpela al Estado, que debe garantizar recursos y dispositivos de
acompañamiento sostenido. Pero, más allá de lo institucional, es una pregunta
que nos atraviesa como sociedad. Porque la soledad no es sólo un síntoma,
también es un espejo. Habla de lo que falta, pero también de lo que podemos
construir: un tejido más humano, donde la cercanía no dependa del azar ni del
privilegio.
El desafío no es menor. En un mundo que celebra la
autonomía, reconocer que se necesita al otro puede percibirse como debilidad.
Pero, en realidad, es todo lo contrario: es el primer paso para reconstruir los
vínculos que nos hacen posibles. Porque al final del día, más allá de las
diferencias, todos compartimos una misma necesidad: ser vistos, ser nombrados,
ser cuidados.
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