30/06/2025
Las personas que viven con esta condición neurológica pueden desarrollar una vida plena y activa, pero la desinformación y los mitos que la rodean continúan alimentando estigmas y prejuicios. Informarse es clave para comprender y acompañar.
A los nueve años, Tomás empezó a parpadear con una frecuencia que inquietaba a sus padres. Al principio pensaron que era una alergia o una señal de fatiga por el uso excesivo de pantallas. Pero al pasar los meses, al parpadeo se sumaron otros movimientos: sacudidas breves de la cabeza, un fruncimiento constante en la nariz y carraspeos que parecían escaparse de su garganta sin razón. Tras consultar con varios especialistas, una neuróloga infantil pronunció el diagnóstico: síndrome de Gilles de la Tourette.
El de Tomás no es un caso aislado. Cada año, miles
de niños y adolescentes reciben este diagnóstico en todo el mundo. Se trata de
un trastorno neurológico complejo, a menudo mal comprendido por el entorno, que
se manifiesta por una combinación de tics motores y vocales involuntarios que
persisten durante al menos un año. El primer síntoma suele ser facial, como un
parpadeo inusual o una mueca repetitiva. Luego pueden aparecer movimientos más
extensos, como contracciones del cuello, espasmos en los brazos o sacudidas del
tronco. Con el tiempo, algunos pacientes desarrollan tics más complejos:
patear, dar saltos, sacudir los hombros o emitir sonidos espontáneos, incluso
palabras o frases.
A menudo, quienes lo padecen experimentan lo que se
denomina "impulso premonitorio", una suerte de tensión interna que solo se
alivia al ejecutar el tic. Es una sensación similar al estornudo contenido, esa
urgencia que parece nacer desde adentro y exige una respuesta física inmediata.
No se trata de una conducta voluntaria ni de un hábito adquirido. Tampoco de
una mera cuestión de "falta de control". Es el sistema nervioso actuando por su
cuenta.
El síndrome de Tourette, descrito por primera vez por el médico francés Georges Gilles de la Tourette a fines del siglo XIX, continúa siendo objeto de investigación y divulgación. A pesar del estigma que aún lo rodea, se sabe que no es una enfermedad mental, sino un trastorno del neurodesarrollo. Afecta entre tres y cuatro veces más a los varones que a las mujeres y suele estar vinculado a antecedentes familiares de tics, trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), trastorno obsesivo compulsivo (TOC) u otros desafíos del desarrollo.
En su expresión más llamativa, el síndrome incluye
manifestaciones como la coprolalia (la emisión involuntaria de palabras
obscenas) o la copropraxia (gestos inapropiados), aunque estos casos son
excepcionales. La mayoría de las personas con Tourette experimentan tics leves
o moderados que tienden a disminuir con el tiempo. No obstante, el verdadero
reto no está solo en el manejo médico de los síntomas, sino en la mirada ajena,
en la incomodidad social, en los prejuicios.
A pesar de estas barreras, las personas con Tourette
pueden desarrollar una vida plena, estudiar, trabajar, formar familias y
ejercer roles de liderazgo. Existen abogados, músicos, médicos, docentes y
deportistas que conviven con el síndrome y han aprendido a manejar sus síntomas
con tratamiento, acompañamiento y comprensión.
En las aulas, sin embargo, la batalla diaria de muchos niños con Tourette pasa por ser aceptados. Que un compañero entienda que esos sonidos extraños no son bromas, que la maestra no interprete los movimientos como desobediencia o distracción, que los padres de otros niños no pidan su traslado de curso. La Tourette Association y otras entidades similares trabajan con docentes, escuelas y familias para promover una mirada informada y empática. Educar es, en este caso, una forma de liberar.
No existe una cura definitiva, pero sí tratamientos
que ayudan a reducir los tics más severos o que generan malestar físico o
psicológico. Terapias cognitivas, intervenciones conductuales, medicación en
algunos casos, y sobre todo, un entorno que no castigue lo que no puede
evitarse. Porque la diferencia entre padecer una condición y convivir con ella,
en muchos casos, es la actitud del entorno.
A los trece años, Tomás ha aprendido a explicar lo
que le pasa sin vergüenza. Sabe que no todos entienden, pero también que no
necesita disculparse por lo que no eligió. En la reunión de fin de año de su
escuela, leyó en voz alta un cuento que él mismo escribió. Parpadeó más de lo
habitual, tuvo que carraspear varias veces. Nadie lo interrumpió. Cuando
terminó, lo aplaudieron de pie.
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30 de junio de 2025
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