11/06/2025
En todo el país, más de 10 mil familias siguen sosteniendo una tradición: la de ser canillitas. Los puestos se heredan entre hermanos, hijos y padres, como parte de una identidad barrial. Aun así, crece la incertidumbre sobre el futuro del oficio y la calidad de los espacios donde trabajan.
Luciano tiene 34 años y desde hace casi dos décadas trabaja en el puesto de diarios que su familia sostiene en el barrio de San Cristóbal. Sin proponérselo, en 2006 comenzó a heredar un oficio que no figuraba en los planes de su padre -exmilitar, radiólogo y comerciante- pero que, en ese momento, parecía ofrecer una salida económica sólida. En esa época, los diarios todavía se vendían en gran cantidad. "Era lo más rentable que había", recuerda. Hoy, en cambio, la realidad es distinta: los puestos se llenan de otros productos y el papel ha dejado de ser el centro del negocio.
A 17 años de aquel inicio, Luciano y su familia
manejan tres puestos: uno propio, otro que heredó de su hermano tras la
pandemia y un tercero abierto años más tarde. Desde 2016, ha sido testigo
directo del lento pero persistente proceso de transformación del oficio.
Adaptarse se volvió una necesidad. Ser canillita ya no es solo vender diarios.
"El oficio va a seguir si seguimos trabajando de esta manera, adaptándonos a
los tiempos", dice, aunque con cierta resignación por tener que dejar atrás lo
tradicional.
La reconversión no es solo individual. Desde el
Sindicato de Vendedores de Diarios y Revistas de la Ciudad Autónoma y la
Provincia de Buenos Aires, su secretario general Omar Plaini explica que el
oficio siempre fue mucho más que una actividad rentable. "Primero es una
profesión. Luego, un trabajo que nos permitió vivir con mucha dignidad durante
muchos años", señala.
Pero la digitalización y los cambios en los hábitos de consumo golpearon fuerte. "La circulación de papel bajó a su punto mínimo en los últimos años", admite Plaini. Para no quedar fuera de juego, desde el gremio impulsan la diversificación de rubros: venta de pasajes de transporte, carga de SUBE y celulares, bebidas, cobro de estacionamientos públicos y productos importados como juguetes o revistas extranjeras. El objetivo: ampliar las fuentes de ingreso y sostener los puestos como espacios con sentido dentro del barrio.
Luciano lo entiende bien. Por las mañanas, trabaja
en su puesto de Callao y Tucumán, donde recibe a los repartidores. Por la
tarde, se traslada al de Acoyte y Rivadavia, donde los vinilos se han
convertido en su principal producto de venta. Otros colegas optan por
historietas japonesas, autitos de colección o merchandising. Cada puesto
encuentra su propio modo de reinventarse.
El problema, sin embargo, es que el papel ya no convoca nuevas generaciones. "El que compra el diario hoy no va a dejar de hacerlo por tener el digital. Está acostumbrado a esto", cuenta Luciano. Pero también advierte: sus clientes tienen más de 60 años. "El tema es que no se renueva la generación: o lo dejan de comprar o se mueren".
Así, lo que alguna vez fue un oficio masivo empieza
a mutar en una actividad de nicho, atravesada por la nostalgia, la geografía
barrial y una relación de confianza con los vecinos. "Somos parte del paisaje
del barrio", resume Plaini. Pese a todos los cambios, los canillitas resisten.
Ya no solo con diarios, sino con lo que el tiempo les exige vender. Porque el
puesto sigue siendo mucho más que un punto de venta: es una esquina de
pertenencia.
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