12/06/2025
El sistema educativo argentino arrastra desde hace décadas una estructura escolar que responde a un modelo tradicional, jerárquico y uniforme. Hoy, frente a los desafíos sociales, culturales y tecnológicos del siglo XXI, crecen las voces que impulsan una revisión profunda de sus bases, en busca de una escuela más inclusiva, diversa y conectada con las realidades de sus estudiantes.
En la Argentina contemporánea, el debate sobre la educación atraviesa un momento decisivo. Las sucesivas crisis económicas, los cambios en el mundo del trabajo, el avance de las tecnologías digitales, el deterioro edilicio de miles de escuelas y la creciente desigualdad social han puesto en jaque la vigencia de un modelo escolar diseñado bajo premisas del siglo XIX. Si bien el sistema educativo argentino ha demostrado históricamente una capacidad notable para expandir derechos, alfabetizar masivamente y formar ciudadanos, hoy la pregunta de fondo es si ese mismo sistema sigue siendo capaz de dar respuestas eficaces a los desafíos del presente.
El modelo escolar hegemónico en Argentina centrado en la escolarización obligatoria, la estructuración por grados, la enseñanza disciplinaria fragmentada y la evaluación estandarizada permanece, en lo esencial, inalterado desde la Ley 1420 de 1884. Pese a reformas curriculares, innovaciones pedagógicas puntuales y la incorporación progresiva de nuevas tecnologías, la lógica organizacional del sistema no ha cambiado de forma sustancial. La escuela argentina sigue siendo, en muchos sentidos, una institución diseñada para la nación moderna, el ciudadano-letrado, el tiempo del pizarrón y el cuaderno. Pero hoy la realidad es otra: vivimos en una sociedad en red, atravesada por múltiples lenguajes, formas de interacción y modos de acceso a la información. Las aulas ya no son el único espacio de aprendizaje, pero siguen siendo tratadas como tales.
Las consecuencias de esta desconexión se evidencian
en múltiples planos. Por un lado, crecen los niveles de desmotivación y
abandono escolar, especialmente en los niveles medio y superior. Según datos
del Ministerio de Educación, menos del 50% de los y las estudiantes que inician
la secundaria la terminan en tiempo y forma. Las tasas de repitencia y
sobreedad persisten, particularmente en las zonas de mayor vulnerabilidad
social. Las evaluaciones estandarizadas como Aprender reflejan un rendimiento
desigual, con brechas crecientes entre provincias y entre sectores sociales.
Por otro lado, los y las docentes enfrentan un sistema cada vez más demandante,
burocratizado, con escaso margen para la innovación real, salarios rezagados y
una creciente precarización laboral, especialmente en el nivel inicial y en los
primeros años de la carrera profesional.
A esto se suma un problema más profundo: la crisis
de sentido que atraviesa al sistema escolar. Muchos estudiantes -y también
muchas familias- ya no logran ver en la escuela una promesa de movilidad social
o de realización personal. El imaginario de que "el estudio te salva" convive
con experiencias cotidianas que lo contradicen. Jóvenes que completan sus
trayectorias escolares enfrentan un mercado laboral informal, fragmentado y
excluyente, donde los saberes adquiridos en la escuela muchas veces no se
traducen en oportunidades concretas. A la vez, hay un bombardeo constante de
estímulos externos que compiten con la atención, el deseo y el tiempo que antes
monopolizaba el aula.
Frente a este panorama, la discusión no puede
reducirse al financiamiento (aunque este sea un componente crucial), ni tampoco
a la supuesta pérdida de autoridad docente o al debate por los contenidos
mínimos. Lo que se necesita es una revisión estructural, profunda y valiente
del modelo escolar hegemónico. Esta revisión no parte de un rechazo simplista a
la escuela ni de una idealización del pasado, sino de una constatación: el
modelo actual está mostrando límites estructurales para garantizar el derecho a
aprender en condiciones de igualdad.
Esto implica, entre otras cosas, repensar la arquitectura institucional de las escuelas, los formatos pedagógicos, la organización de los tiempos y los espacios, el vínculo entre niveles educativos, y sobre todo, el lugar del conocimiento en la experiencia escolar. Significa también habilitar debates federales que incluyan a docentes, estudiantes, directivos, familias y comunidades en la construcción de un nuevo horizonte educativo. La innovación no puede venir solo desde arriba, ni mucho menos ser impuesta por lógicas de mercado o por modas tecnocráticas desconectadas de la realidad de las aulas.
Hay experiencias valiosas en todo el país que
muestran que otro tipo de escuela es posible. Escuelas que trabajan por
proyectos, que articulan con el territorio, que usan la tecnología como
herramienta y no como fin, que construyen vínculos pedagógicos horizontales,
que fomentan la investigación y la creación colectiva. Pero estas experiencias
muchas veces quedan aisladas, sin reconocimiento, sin proyección sistémica. El
desafío está en multiplicarlas, sostenerlas y convertirlas en parte de una
política pública integral, con recursos, formación docente de calidad y
decisión política sostenida.
Además, es urgente repensar el lugar que el
conocimiento ocupa en la escuela. No se trata de eliminar contenidos ni de
"bajar la exigencia", como suelen repetir discursos reaccionarios, sino de
problematizar qué conocimientos tienen hoy valor formativo, cómo se enseñan y
cómo se vinculan con los problemas del presente. La fragmentación disciplinaria
heredada del siglo XIX no responde al modo en que hoy se producen, circulan y
se usan los saberes. La pregunta por el conocimiento escolar es también una
pregunta política: ¿para qué y para quién se enseña?
En este contexto, el rol del Estado es
irremplazable. Solo desde una política pública comprometida con la igualdad se
puede garantizar que todos los niños, niñas y adolescentes, más allá de su
origen social o geográfico, accedan a una educación de calidad. Pero esa
política no puede basarse exclusivamente en indicadores de rendimiento ni en
recetas importadas. Necesita ser construida desde abajo, con protagonismo
docente, con diálogo genuino con las comunidades, con respeto a las culturas
locales y con una mirada latinoamericana que reconozca nuestra historia,
nuestros desafíos y nuestras potencialidades.
La revisión del modelo escolar no es una concesión
al presente, sino una apuesta al futuro. No se trata de desechar la escuela
como institución, sino de actualizar su sentido, sus formas y sus fines. De lo
contrario, corremos el riesgo de seguir administrando un sistema que, cada año,
expulsa a miles de jóvenes, que desgasta a sus educadores y que ya no logra cumplir
con la promesa democrática de una educación que sea realmente para todos.
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