14/07/2025
El cuidado continuo y sin relevo, muchas veces durante años, se convierte en una tarea exigente que deja poco margen para el descanso, el autocuidado o la vida social. La sobrecarga mental, el aislamiento y la fatiga crónica son realidades comunes entre estas madres, quienes en la mayoría de los casos enfrentan esta situación con escasa o nula asistencia estatal.
En un rincón del hospital, mientras el murmullo de las máquinas marca el ritmo de lo cotidiano, una madre sostiene la mano de su hijo con la mirada fija, pero lejos. No dice nada. Ha dormido mal, otra vez. Afuera, el mundo sigue; adentro, su tiempo está detenido entre turnos médicos, terapias, trámites y esperas eternas. Lo que a veces no se dice es que cuidar también cansa, y a veces agota.
Historias como la de
ella se repiten en hogares de todo el país, donde miles de madres porque casi
siempre son ellas dedican su vida al cuidado permanente de hijos con
discapacidad. No es amor lo que falta. Es tiempo para sí mismas. Es red de
apoyo. Es reconocimiento. El sacrificio cotidiano, naturalizado y silencioso,
se convierte con frecuencia en una carga emocional y física que no tiene
descanso ni nombre.
Muchas de estas mujeres
dejaron sus trabajos, postergaron sus proyectos, se alejaron de sus vínculos
sociales. No por elección, sino por necesidad. "No tenía con quién
dejarlo", "la obra social no cubría la asistencia", "era yo
o nadie", son frases que se repiten como un eco constante en los pasillos
de salas de espera y grupos de WhatsApp. La maternidad, que en otros contextos
puede compartirse, aquí se vuelve una tarea casi solitaria y muchas veces
invisibilizada.
Las estadísticas lo
confirman: en la gran mayoría de los casos de personas con discapacidad que
requieren cuidados permanentes, son las madres quienes asumen esa tarea. Y
pocas veces reciben un reconocimiento económico, social o institucional por
ello. La salud mental se resiente, el cuerpo pasa factura y la frustración se
acumula. Aun así, se espera que sigan firmes, disponibles, dispuestas. Siempre.
Durante la pandemia,
esta realidad se intensificó. La falta de servicios, el cierre de centros de
rehabilitación y escuelas especiales, y la sobrecarga familiar agudizaron el
aislamiento. Muchas de estas madres se encontraron sin siquiera la pausa que
ofrecían las horas de escolaridad. El agotamiento se volvió estructural.
"No puedo más, pero tengo que seguir", dice Mariana, madre de un adolescente con parálisis cerebral severa. Habla bajito, como si se sintiera culpable por admitir el cansancio. Su hijo no habla, pero sonríe cuando ella le canta. Mariana lo baña, lo alimenta, lo moviliza. "No lo cambiaría por nada, pero a veces quisiera dormir una noche entera sin tener que despertarme con una alarma para darle la medicación".
En Argentina existen
leyes que reconocen el derecho de las personas con discapacidad a una vida
digna, plena, con apoyos. Pero en la práctica, los obstáculos son muchos: falta
de profesionales, demoras en las autorizaciones, prestaciones interrumpidas, y
una burocracia que erosiona la paciencia. Todo recae en la familia, y dentro de
la familia, casi siempre en la madre.
Pese a todo, muchas
siguen organizando, luchando, escribiendo, exigiendo. Desde las redes sociales,
desde agrupaciones civiles, desde la puerta de los organismos públicos. Algunas
lograron ponerle palabras al desgaste. Otras siguen sin tiempo para detenerse
siquiera a pensar en ello.
El cuidado es una tarea
esencial, vital, pero también requiere cuidados. Y las madres cuidadoras madres
sin reemplazo necesitan ser vistas no solo como heroínas, sino como personas.
Que sienten, que duelen, que necesitan. No por quejas, sino por justicia.
Porque cuidar no debería ser una condena al agotamiento.
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