18/06/2025
Uno de los aspectos más distintivos del gobierno de Javier Milei es su constante embestida contra la libertad de prensa. De acuerdo con un informe del Foro de Periodismo Argentino (FOPEA), durante 2024 se registró un aumento del 53% en los ataques a este derecho fundamental en comparación con el año anterior.
En medio de un clima político cada vez más hostil hacia el periodismo, Argentina ha experimentado un retroceso alarmante en materia de libertad de prensa. Así lo confirma el último informe de Reporteros Sin Fronteras (RSF), que ubica al país en el puesto 87 entre 180 naciones, una caída de 47 lugares en comparación con años anteriores. La organización atribuye este descenso a "giros autoritarios" que afectan la labor informativa en distintos puntos del mundo, y señala en particular el caso argentino, donde el presidente Javier Milei "estigmatizó a los periodistas, desmanteló los medios públicos y utilizó la publicidad estatal como arma política".
La
escalada contra la prensa no es abstracta ni simbólica: se expresa a diario
desde los canales oficiales del gobierno, redes sociales incluidas. El propio
Milei ha difundido mensajes en los que afirma que "no odiamos lo suficiente a
los periodistas", calificándolos de "sicarios con supuesta credencial". Su
vocero, Manuel Adorni, y asesores cercanos como Santiago Caputo han replicado
este discurso, alimentando un clima de sospecha y deslegitimación hacia la
tarea periodística, incluso hacia comunicadores que en algún momento fueron
afines a la gestión.
Los
efectos de esta retórica se sienten también en las calles. En las últimas
semanas, el director de El Destape, Roberto Navarro, fue víctima de una golpiza
en la vía pública. Poco antes, Antonio Becerra, fotógrafo de Tiempo Argentino,
fue intimidado públicamente por Caputo durante un debate electoral. Ambos
hechos ocurrieron tras el ataque que sufrió el fotorreportero Pablo Grillo,
quien recibió un disparo en la cabeza y aún se encuentra en proceso de recuperación.
Aunque no todos estos ataques pueden vincularse directamente al poder
Ejecutivo, se dan en un contexto en el que la estigmatización desde las altas
esferas del Estado ha vuelto más vulnerables a quienes ejercen el periodismo.
Esta embestida contra los medios se completa con el vaciamiento de los canales públicos como Télam, Radio Nacional o la TV Pública y el ahogo financiero a medios comunitarios, que históricamente han garantizado la diversidad de voces en los márgenes del sistema de medios concentrado. El uso discrecional de la pauta oficial, una práctica históricamente cuestionada en la política argentina, ha sido profundizada bajo el actual gobierno como herramienta de castigo o recompensa según la línea editorial de cada medio.
Desde el
retorno de la democracia en 1983, la legislación argentina había avanzado en la
protección de la libertad de expresión: se derogaron figuras penales como el
desacato, se despenalizaron las calumnias e injurias en causas de interés
público, y se reconoció el derecho al secreto profesional y a la protección de
las fuentes. Pero hoy ese marco legal convive con una realidad preocupante. La
violencia simbólica y en algunos casos física contra la prensa socava
principios fundamentales del sistema democrático.
El retroceso
no es solo institucional. Es también cultural: una sociedad expuesta a
discursos que demonizan el periodismo corre el riesgo de naturalizar el
silencio, la autocensura y la concentración informativa. La historia demuestra
que los intentos de silenciar a la prensa desde el poder no son aislados, sino
expresión de procesos más amplios de opresión social, política y cultural.
Por eso,
más allá de rankings o informes, el verdadero termómetro de la libertad de
prensa en Argentina está en el ejercicio cotidiano del periodismo: en la
posibilidad de investigar sin miedo, de criticar sin represalias, de informar
sin ser blanco de violencia. Es allí donde se juega, una vez más, la calidad de
nuestra democracia.
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