04/07/2025
En numerosas situaciones, las personas que viven con enfermedades crónicas encuentran su principal sostén en el entorno familiar, especialmente en aquellos miembros que asumen el rol de cuidadores casi de forma exclusiva. Gracias a su dedicación, quienes están enfermos logran cubrir sus necesidades básicas y, muchas veces, acceder a una mejor calidad de vida.
En la cotidianeidad de muchos hogares, donde habita una persona mayor en situación de dependencia, suele haber otra persona en la mayoría de los casos, una mujer que se encarga silenciosamente de su bienestar. Es hija, pareja, hermana o vecina. Organiza medicación, acompaña a los turnos médicos, escucha, adapta su rutina a las necesidades del otro. Se convierte, sin formación específica ni reconocimiento formal, en cuidadora informal.
Este tipo de cuidado,
no remunerado y asumido muchas veces por razones de cercanía, disponibilidad o
simplemente por mandato de género, constituye un pilar clave en la
sostenibilidad del sistema de cuidados en América Latina. Sin embargo, rara vez
es reconocido como tal. Mientras el debate público se enfoca en el
envejecimiento poblacional o en el aumento de la esperanza de vida, poco se
dice sobre el impacto que ese proceso tiene en quienes cuidan a diario.
Los efectos sobre los
cuidadores informales son múltiples: agotamiento físico, dolores crónicos, trastornos
del sueño, ansiedad, aislamiento social. A menudo, deben reducir su jornada
laboral o abandonar su empleo, lo que afecta su autonomía económica y
previsional. Más allá de las buenas intenciones o el afecto, el cuidado
sostenido requiere herramientas, información y apoyo concreto. No se trata de
voluntad individual, sino de una estructura social que deja esta
responsabilidad en manos de unos pocos, sin respaldo.
El desgaste emocional
es una de las consecuencias más profundas. Lo que comienza como un gesto de
compromiso o afecto puede convertirse en una fuente constante de angustia y
frustración. Cuando el deterioro de la persona cuidada se prolonga en el
tiempo, cuando no hay red, ni descanso, ni posibilidad de delegar, el cuidado
termina siendo una carga solitaria. En algunos casos, los cuidadores enferman
antes que la persona a la que acompañan.
Para revertir esta
situación, especialistas y organizaciones del sector coinciden en la necesidad
de una respuesta estructural. Reconocer públicamente el rol del cuidador
informal es un primer paso. A esto debe sumarse el desarrollo de políticas
públicas que incluyan:
Formación accesible para brindar herramientas prácticas y emocionales.
Redes de apoyo y
programas de descanso, que permitan relevar al cuidador sin poner en riesgo a
la persona dependiente. Apoyo económico y compatibilidad laboral, con
licencias, beneficios previsionales o subsidios para quienes deben interrumpir
su actividad productiva. Algunos países de la región han avanzado tímidamente en
este sentido. En Uruguay, por ejemplo, el Sistema Nacional Integrado de
Cuidados reconoce y apoya a los cuidadores. Otros, como Costa Rica o Chile, aún
se encuentran en una etapa de discusión.
Además del componente
legislativo, es necesario un cambio cultural. La naturalización del cuidado
como un deber femenino, silencioso y desinteresado, perpetúa desigualdades
históricas. Romantizar la entrega absoluta no solo es injusto: es peligroso
para la salud física y mental de quienes cuidan.
El bienestar de las
personas mayores depende, en gran medida, del bienestar de quienes las
acompañan. Una sociedad que pretende envejecer con dignidad necesita invertir
también en quienes sostienen esa dignidad día a día. Reconocer, apoyar y cuidar
a los cuidadores es parte esencial de una política pública justa, humana y
sostenible. No hacerlo implica seguir depositando el peso del cuidado en los
hombros de las familias y, en particular, de las mujeres, perpetuando una
cadena de sobrecarga que, tarde o temprano, se rompe.
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