25/06/2025
La enfermedad que deteriora la memoria y otras funciones cognitivas esenciales es tan invasiva que, en muchos casos, lograr que un familiar con Alzheimer te reconozca por un instante se siente como una inmensa victoria.
Afuera, el sol cae tibio sobre la vereda, mientras adentro el tiempo parece detenido. En la casa de los Arévalo, el reloj cuelga sobre la cocina marcando las mismas horas una y otra vez. Marta, de 78 años, se sienta frente a la ventana. Mira sin mirar. Mueve los dedos como quien recuerda el hilo invisible de una costura. A veces sonríe, otras veces se inquieta. No siempre reconoce a la mujer que le alcanza el té, aunque esa mujer sea su hija, Clara.
Desde hace cinco años, Marta convive con el
Alzheimer. O mejor dicho: su familia convive con la ausencia progresiva de
alguien que aún está presente. Porque el Alzheimer no se lleva la vida de un
día para otro, sino que la deshilacha en pequeños olvidos que se vuelven
cotidianos, constantes y, finalmente, definitivos. Se empieza por perder una
llave, luego un nombre, después una cara familiar, y más tarde cuando el cuerpo sigue pero la conciencia no,
uno mismo.
Clara aprendió a despedirse sin dramatismos, en
silencios. A veces su madre le pregunta por su esposo, muerto hace más de una
década. O cree que todavía vive en la casa donde creció, en un pueblo al que no
volverá. "Es como acompañar a alguien que se va en cámara lenta",
dice Clara. Pero no es solo Marta quien se pierde: la familia también cambia,
adaptando rutinas, resignificando gestos, sosteniendo vínculos con una persona
que a veces está y a veces no.
Las fotos en los marcos ayudan a construir un puente entre el ayer y el ahora. Las ponen todos los días sobre la mesa como piezas de un rompecabezas emocional. "Acá está tu nieta", le dice Clara, señalando una imagen de una nena de seis años en un acto escolar. Marta sonríe. Tal vez la reconozca, tal vez no. Pero sonríe. Y en esa sonrisa se juega toda la esperanza de un día bueno.
La rutina con un paciente con Alzheimer es, también,
la rutina del duelo anticipado. Despedirse sin irse. Amar sabiendo que cada día
puede ser el último en que se recuerde un nombre, una historia compartida, un
gesto aprendido. El Alzheimer no se lleva el cuerpo de la persona, pero sí su
esencia. Es una desaparición sin muerte.
Pero aun en esa sombra larga, hay destellos. Momentos inesperados de lucidez, recuerdos que asoman sin aviso, una melodía que despierta una emoción profunda. En esos instantes, Marta vuelve. Vuelve con una frase que sorprende, con una mirada de complicidad, con una caricia suave. Clara los atesora como quien junta pequeñas luces en un túnel.
Mientras tanto, la ciencia avanza a paso lento. Los
tratamientos actuales pueden ralentizar el deterioro, pero no detenerlo. Las
familias, como la de Marta, se organizan con redes de cuidado informal,
economías afectivas, médicos especializados y un amor incondicional que muchas
veces no es reconocido como debería. El Alzheimer no solo es una enfermedad
neurológica: es una experiencia social, emocional y política. Deja huellas en
quienes la viven y en quienes acompañan.
Al atardecer, Clara enciende la radio. Suena un
tango. Marta tararea. No recuerda qué día es, ni cuántos años tiene, pero se
sabe de memoria la letra de "Volver". La música la une por un momento al
presente. Clara no dice nada. Solo la mira. Y entiende que ese pequeño hilo que
todavía las conecta es, en realidad, el más fuerte de todos.
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