Cuando el cuerpo habla: cómo detectar la ansiedad en las infancias

En la sala de espera de un centro pediátrico, una madre observa cómo su hijo de siete años se muerde las uñas sin parar. No es la primera vez. En casa, cada mañana se queja de dolores de panza antes de ir al colegio, aunque los médicos aseguran que no hay causa física aparente. En silencio, su cuerpo está diciendo lo que aún no puede expresar con palabras: algo no está bien.

Detectar la ansiedad en la infancia puede ser un desafío. A diferencia de los adultos, los niños no siempre tienen el lenguaje emocional necesario para explicar lo que sienten. Por eso, el cuerpo muchas veces se convierte en su principal canal de comunicación. Dolores recurrentes, cambios en el sueño, tics nerviosos, irritabilidad o retrocesos en el desarrollo como volver a mojar la cama pueden ser señales de alarma.

Especialistas en salud mental infantojuvenil coinciden en que los cuadros de ansiedad en niños y niñas han aumentado significativamente en los últimos años, especialmente tras la pandemia. La presión escolar, los entornos hiperexigentes, el aislamiento digital y las tensiones familiares son algunos de los factores que disparan esta respuesta emocional, que muchas veces se manifiesta de forma silenciosa pero persistente.

"El cuerpo habla cuando la emoción no encuentra otra vía", explica la psicóloga infantil Mariana Roldán. "En los niños, la ansiedad se expresa muchas veces con síntomas físicos o conductas que los adultos no siempre reconocen como malestar emocional. Por eso es clave estar atentos, no minimizar, y sobre todo, escuchar".

No se trata de sobrediagnosticar ni de etiquetar, sino de prestar atención. Un niño que evita situaciones sociales, que se muestra hipersensible, que reacciona con miedo ante cambios mínimos, puede estar atravesando una ansiedad que requiere acompañamiento. La detección temprana es fundamental para evitar que el cuadro se agrave o derive en trastornos más complejos, como fobias, mutismo selectivo o trastornos obsesivos.

Desde el entorno familiar y escolar, el primer paso es crear espacios de contención emocional. Validar lo que el niño siente, ayudarlo a identificar sus emociones y ofrecer rutinas estables pueden marcar una diferencia enorme. También es importante promover actividades físicas, el juego libre, y limitar el uso de pantallas, que muchas veces exacerban la sobreestimulación y la falta de contacto real.

Cuando la ansiedad interfiere con la vida cotidiana del niño su descanso, su alimentación, su aprendizaje o sus relaciones, consultar con un profesional de la salud mental deja de ser una opción y se vuelve una necesidad. La terapia cognitivo conductual, el trabajo psicopedagógico y, en algunos casos, el acompañamiento médico son herramientas eficaces para ayudar a transitar y superar estos cuadros.

La ansiedad infantil no es una rareza ni una exageración. Es una realidad cada vez más visible que pide ser atendida. Y, muchas veces, el primer paso para hacerlo no está en lo que el niño dice, sino en lo que su cuerpo, con gestos pequeños y persistentes, intenta decir a gritos.