26/06/2025
Dados sus efectos estimulantes y psicodélicos que permiten disfrutar con una mayor intensidad la duración de las fiestas, el éxtasis se ha convertido en una droga característica de estos tiempos. Es importante entender que las salidas nocturnas que muchas veces comienzan en el fin de semana ya no finalizan a altas horas de la madrugada, sino que continúan hasta el día siguiente.
En la escena de la música electrónica, el consumo de éxtasis se ha vuelto casi parte del paisaje. Muchos jóvenes lo buscan para intensificar la experiencia, disolver barreras y prolongar la euforia. Pero lo que comienza como un escape sensorial puede transformarse en una rutina que anestesia más de lo que libera. Entre luces y bajos profundos, el éxtasis promete conexión, aunque muchas veces deja soledad, agotamiento y una búsqueda sin respuestas al apagarse la última canción.
La noche empieza tarde y no tiene un horario de
cierre definido. Las luces estroboscópicas se reflejan en pupilas dilatadas, y
el ritmo constante del bajo resuena como un latido colectivo en un galpón
convertido en templo sonoro. No hay conversaciones fluidas, apenas gestos,
miradas cómplices y cuerpos entregados a una danza hipnótica. Es sábado por la
noche, o mejor dicho, es domingo por la mañana y cientos de jóvenes en la
Ciudad de Buenos Aires siguen bailando como si el tiempo estuviera suspendido.
En ese escenario, el éxtasis no es una excepción, es la regla. Es el pasaporte
químico que prolonga la experiencia, que permite "aguantar", que borra el
cansancio y potencia el vínculo con la música y los otros.
Esa es la escena que se repite con variaciones
semana tras semana en clubes, fiestas electrónicas y raves de Buenos Aires. En
una encuesta realizada a 150 jóvenes habitués de estos espacios, un 61% admitió
haber consumido éxtasis alguna vez. La cifra duplica el porcentaje registrado
en países europeos como España. El estudio revela también que quienes eligen
esta droga no lo hacen de forma impulsiva o descontrolada: la mayoría consume
una dosis baja, entre un cuarto y una pastilla por noche, generalmente en
compañía de amigos o parejas, con quienes existe confianza para "tener un buen
viaje".
El éxtasis, o MDMA, no es una sustancia nueva. Fue
sintetizado por primera vez a principios del siglo XX, pero adquirió notoriedad
recién en los años ochenta, cuando se asoció con la escena rave en Europa y
Estados Unidos. Desde entonces, su uso ha estado íntimamente ligado a la
cultura electrónica, a los eventos donde el cuerpo, el sonido y la experiencia
sensorial se funden en una vivencia difícil de traducir en palabras. Lo que se
busca no es solo diversión, sino una forma de conexión. Con la música, con los
otros, con uno mismo.
En Buenos Aires, el desembarco del fenómeno comenzó
entre 1995 y 1998, impulsado por jóvenes que habían viajado a Europa y buscaban
replicar esa atmósfera mágica en el sur del mundo. En sus inicios, las fiestas
eran pequeñas, exclusivas, casi clandestinas. Se hacían en espacios al aire
libre, rodeadas de un imaginario "natural": agua, frutas, aire libre y danza.
El consumo de sustancias, si bien presente desde el principio, estaba
restringido a quienes contaban con los contactos adecuados para acceder. El
éxtasis era, por entonces, una rareza reservada a unos pocos.
Esa exclusividad se rompió definitivamente con la llegada de las grandes fiestas masivas, especialmente tras la irrupción de Creamfields en 2001. La popularidad creció de forma exponencial: de 18.000 asistentes ese año a más de 65.000 en 2006. La escena dejó de ser selecta para convertirse en un fenómeno cultural de masas. El éxtasis, a su vez, siguió la misma lógica: aumentó la oferta, bajaron los precios y, como contrapartida, también se resintió la calidad de las pastillas.
La movida electrónica trajo consigo un nuevo modelo
de sociabilidad juvenil. A diferencia de otros movimientos previos como los
hippies o los punks, aquí no importaba al menos en teoría la clase social, la
edad o la orientación sexual. Lo importante era compartir la experiencia,
flotar sobre las capas sonoras del techno o el house, rendirse al ritmo y
sumergirse en la sensación. Pero esa aparente horizontalidad también tenía sus
límites: en la práctica, muchos jóvenes de sectores populares quedaban
excluidos por falta de información o por barreras simbólicas que desalentaban
su participación.
Entre los usuarios de éxtasis, predomina un patrón
que ellos mismos definen como de "consumo controlado". No se trata de una
dependencia o una urgencia, sino de una elección estratégica: tomar una
pastilla para mejorar la experiencia musical, para resistir la madrugada, para
intensificar las sensaciones táctiles, para disolver el ego en el colectivo.
Las combinaciones más frecuentes son con marihuana, alcohol o tabaco, aunque
algunos también recurren a cocaína o ketamina. Pero el éxtasis, con su promesa
de empatía y energía, es el protagonista.
La música electrónica es mucho más que un fondo
sonoro. Como escribió el sociólogo Mario Urresti, en los espacios de diversión
nocturna la música se solidifica, se vuelve materia. En estos entornos, no se
escucha, se siente. Vibra en el pecho, sacude los músculos, ocupa el cuerpo. En
palabras de Gamella y Álvarez Roldán, el pulso monótono del bajo, combinado con
el movimiento repetitivo, bloquea los pensamientos, afecta las emociones y
altera la conciencia. Es en ese terreno fértil donde el éxtasis encuentra su
razón de ser.
Los entrevistados coinciden en que el consumo se
asocia a momentos específicos, elegidos con intención. No se trata de una
práctica cotidiana ni compulsiva. Es, en general, recreativa, ligada a
contextos de sociabilidad y celebración. Según los testimonios recogidos, lo
que más valoran de la experiencia es la sensación de libertad, la conexión
sensorial con la música y con los demás, y la percepción de estar viviendo algo
"auténtico". Para muchos, más que una droga, el éxtasis es una herramienta que
intensifica el momento y lo transforma.
Sin embargo, la expansión del consumo también trajo consigo nuevas complejidades. La masificación redujo el umbral de entrada y diversificó el perfil de los consumidores. Con ello, aumentaron también los riesgos asociados a la adulteración de las pastillas, la desinformación sobre sus efectos y las combinaciones peligrosas. Aunque los usuarios insistan en que tienen el control, los expertos advierten que los riesgos físicos y psicológicos no desaparecen solo porque el consumo sea esporádico o social.
Pese a todo, la droga sigue gozando de buena
reputación entre sus usuarios. Es vista como una sustancia "segura", "limpia" y
"manejable". Y, quizás más importante aún, como una parte central de la cultura
que la rodea. En este sentido, el éxtasis no solo actúa en el cuerpo, también
moldea formas de ver, de sentir, de estar con otros. Es una experiencia que va
más allá del efecto químico, porque está insertada en una red de prácticas,
símbolos e identidades que le dan sentido.
Lo que comenzó como una experimentación exclusiva de
unos pocos, se convirtió en un fenómeno social de alcance masivo, moldeado por
la globalización cultural, los cambios tecnológicos y la propia dinámica de los
jóvenes urbanos. Hoy, la escena electrónica porteña forma parte de un circuito
global, con sus propias reglas, códigos y consumos. Y el éxtasis, con sus
formas brillantes, sus promesas de conexión y su aparente inocuidad, es parte
central de esa narrativa.
El desafío no está solo en regular o reprimir, sino
en entender las lógicas que lo sostienen. Porque detrás de cada pastilla hay
una historia que no empieza ni termina en un laboratorio, sino en la pista de
baile.
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26 de junio de 2025
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